LITERATURA

El Océano Pacífico y la playa ardiente
El Océano Pacífico y la playa ardiente

EL RÍO GRANDE

 

Lucho respiró hondamente y, apretando los puños, se echó a correr sobre la arena de la inmensa playa desierta, alejándose del mar. Lo hacía con desesperación y rabia, mordiéndose los dientes y sintiendo cómo, poco a poco, por sus pies subía aquel fuego insoportable. Las plantas de sus pies no soportaban más. Maldiciendo, volvió a correr hacia la franja de arena húmeda y fresca que, lamida por las olas, se había convertido en su refugio y su prisión.

¿Cuánto tiempo llevaba así, vestido sólo con bañador, tratando de cruzar aquel infierno amarillo? Mil veces lo había intentado, y mil veces aquella arena hirviente lo había rechazado. ¿Le estarían esperando aún  Pepe y los otros? ¿O se habrían marchado quizá, dejándolo allí, solo y perdido?

Trató de buscarlos con la vista pero, desde la playa, apenas si se divisaba el poblado en donde le esperaban. Serían unos 800 metros, calculó.

En sus ojos aparecieron unas lágrimas de impotencia y, a través de ellas, vio otra vez su Huancayo natal, sereno y tranquilo en las alturas de los Andes; vio a sus compañeros del Colegio Santa Isabel charlando comedidamente, como personas mayores; vio las nubes albas sobre los picos nevados y, por primera vez, sintió un dolor punzante en el corazón.

Con manos febriles se secó las lágrimas y miró el mar. Era la primera vez que lo veía y ese día no se le olvidaría jamás. Durante años, en su ciudad andina, estuvo imaginando cómo sería aquella masa de agua que pintaba de azul claro en sus cuadernos escolares. Dibujaba siempre muchos peces y alguna ballena, para darle vida a aquellos centímetros cuadrados que, en su cuaderno, separaban al Perú de Japón y China. En medio de la página y con gruesas letras negras escribía “Océano Pacífico”. Quienes ya habían estado en la costa decían que era como un río grande. ¿Cómo el Mantaro?, preguntaba Lucho. No, más grande que mil Mantaros. Y él comenzaba a intuir que el mundo era realmente grande. Por ello, cuando su padre le había preguntado qué regalo quería por sus catorce años, no vaciló ni un instante.

- Papá, quiero ir a Lima, a ver el Río Grande.

Su padre lo había mirado largamente y, palmeándole el hombro, le había dicho:

-Hablaré con un compadre que tengo en Lima, a ver si te aloja un par de semanas este verano, le dijo.

Así, había llegado a la casa de Pepe, como se llamaba el hijo de aquel compadre.

***

Pepe tenía la misma edad que Lucho, pero era totalmente diferente. Era hablador y siempre algo agresivo, como la gente de la costa. Nunca estaba tranquilo y, aparentemente, nunca se detenía tampoco para pensar. Hola, le había dicho cuando se conocieron, ¿vamos a dar una vuelta? Y se lo llevó a caminar por las calles del mercado, hablándole de fútbol y de cine y de mil cosas más que Lucho no conocía.

-  ¿Cuándo podemos ir al mar?, -le había preguntado, interrumpiéndole casi.

-  ¿Al mar?....¿a la playa, quieres decir?.....cuando quieras...¿Te gusta ir a la playa? le preguntó Pepe..

- No sé cómo es, nunca estuve allí, repuso Lucho.

- ¡Oh, un primerizo!....pues iremos con los muchachos, para festejarlo –exclamó Pepe.

Al día siguiente, apenas habían desayunado, cuando llegaron tres chicos a la casa.

- ¡Adelante!... les dijo Pepe.....les presento a Lucho...

- ¡Lucho....estos son mis amigos!...

- ¡Hola, compadre!...dijeron los desconocidos.

- ¿Vamos?...habían preguntado.

- ¡Vamos!…respondió Pepe por los dos.

Subieron a un microbús destartalado en el mercado de Surquillo y se bajaron sólo en la última parada, dos horas después, en un poblado minúsculo, lejos de Lima. Los costeños se dirigieron a un minúsculo bar al borde de la carretera, seguidos por Lucho.

- Allí nos podemos cambiar y dejar nuestras cosas -le dijeron- en la playa pueden robarnos.

Salieron, pues, dejando sus ropas al cuidado de la dueña del bar, y se encaminaron dejando las huellas de sus pies descalzos en la blanca arena que, a esa hora, aún retenía la frescura de la noche.

Lucho no vio casi el mar, al comienzo. Hasta entonces, sólo había visto horizontes que terminaban en campos labrados o en cordilleras plateadas, , pero nunca algo así...azul terminando en azul...En realidad, lo que primero percibió fue el olor marino, ese aroma indescifrable que vive en el fondo de las caracolas y entre las piedras cubiertas de mejillones…

¡Y, de pronto, lo vio!...el Río Grande, agitándose como un ser vivo...¡y sus ojos crecieron para poder abarcar tanta belleza!

Poco a poco, como si se tratase de un templo, fue entrando en las aguas claras y sintiendo su caricia en los tobillos. A lo lejos, una bandada de gaviotas cruzó la mañana mientras los demás se zambullían entre las olas.

***

Poco después le habían dicho que había llegado la hora de bautizarle. Y que qué era eso, había preguntado. Pepe había clavado entonces una delgada rama en la arena diciéndole:

- Nosotros subiremos al poblado ahora y te invitaremos a almorzar en la cantina de doña Rosita, para festejar tu primer día de playa, pero con una condición.

- ¿Cuál?, había preguntado.

- Que vengas sólo a mediodía, cuando esta rama ya no dé sombra.

A Lucho le parecía raro todo aquello pero presentía que tendría que someterse y aceptar el juego. Había asentido y los chicos se habían marchado hacia el poblado.

Y ahora estaba allí, y comprendía el bautizo. El fuerte sol de febrero había azotado la playa durante toda la mañana y, a mediodía, era una tortura caminar sobre la arena. Por eso le habían dicho que esperara hasta esa hora porque, habiendo dejado sus zapatos en el bar, sabían que no llegaría.

La oferta de almuerzo era, pues, también gratuita. Sintió una rabia sorda invadirle las entrañas...

Entonces, se le ocurrió aquello. En su búsqueda desesperada de algo que pudiese reemplazar a sus zapatos, había recorrido ya toda la playa sin encontrar nada. Hasta que su mirada cayó en su bañador. ¡Eso era!...¡el bañador!....¡claro…el bañador!…la playa estaba desierta y las primeras almas eran las del poblado. Nadie le vería. ¡Esa era la solución! Sin dudarlo, se despojó del bañador. Contempló una vez más aquel mar enorme, respiró profundamente y se echó a correr desesperado sobre la arena ardiente, dos...tres...cinco...nueve pasos...y, cuando el dolor era insoportable, lanzó el bañador a la arena y saltó sobre él, náufrago llegando a la isla salvadora. Esperó unos segundos hasta que el dolor disminuyera, cogió el bañador nuevamente y lo lanzó todo lo que pudo hacia delante. Y otra vez corrió hasta llegar a él y descansar otros segundos. Y así siguió corriendo, quemándose y descansando, siempre hacia delante, hasta que, ante los ojos estupefactos de los costeños, llegó al poblado…Los contempló largamente y en silencio, casi con odio. De pronto, sin querer, los rostros duros de aquellos muchachos se suavizaron…sus miradas descubrieron la desnudez de Lucho, sonrieron, primero, levemente y, luego, francamente, para estallar luego al unísono en una carcajada que retumbó entre las lomas peladas:

- JAJAJAJAJAJAJA…¡Bravo, Lucho, te has ganado el almuerzo!…¡Ya eres uno de los nuestros!

Y, abrazándole amistosamente, le hicieron entrar al pequeño bar de doña Rosita. Él, perplejo, se dejó llevar y, por primera vez, se sintió menos extraño en ese mundo nuevo.

 

 (Publicado en "Cuentos de verano", Edición 2001, Telépolis, Barcelona 2001).

El tren en Ticlio, a 4818 metros sobre el nivel del mar
El tren en Ticlio, a 4818 metros sobre el nivel del mar

VIAJE HACIA MI PADRE

 

Como toda persona que apenas sabe leer y escribir, fue mi padre un hombre humilde contento de tener un trabajo que, aunque mal pagado, por lo menos era fijo. Siempre repetía que, a su muerte, no podría dejarme nada. Ni dinero, ni casas ni nada. Estudia, para que más tarde puedas defenderte solo, repetía. Tanto me lo dijo que terminé escuchándole y, durante muchos años, lejos ya del hogar paterno, creí que aquel señor severo y distante realmente no me había dejado nada, salvo mi instrucción, como él insistía en especificar. El día que volví a casa con mi certificado final de educación secundaria en la mano, sólo había dicho como hablando consigo mismo: Ya he cumplido mi misión, ya puedo morirme en paz. Creía profundamente en el valor de la educación.
Muchos años después descubriría yo a mi padre, le vería con otros ojos, al pensar en el viaje que hicimos él y yo, una vez, durante unas vacaciones escolares. Fue nuestra única experiencia común y, casi, el único recuerdo que me quedó de él.
Llevaba años añorando volver a su Huánuco natal, a su Tingo María, a su Pucallpa, a su selva húmeda plena de shushupes gigantescas y de ríos caudalosos, a su mundo tan distinto de la Lima asmática y polvorienta en la que vivíamos pobremente.
Era un enero caluroso, yo acababa de cumplir los once años y mis amigos retozaban cada día entre las olas plomizas del Pacífico limeño, cuando mi padre llegó a casa con dos sombreros y una casaca de cuero para mí. Nos vamos de viaje, los sombreros son para la lluvia y el sol y la casaca para que no te mueras de frío cuando crucemos la sierra, declaró. Mi madre me cosió aún dos camisas de franela y llevó mis zapatos para que don Máximo le reforzara la suela. Así, estábamos listos.
Partimos, por fin, un día al amanecer. Lima dormía aún y la vieja estación de Desamparados se perdía en la oscura bruma cuando nos despedimos rápidamente de mi mamá. Cuídate, hijito, le escuché decir mientras ya mi padre, cogiéndome del brazo me hacía subir al destartalado tren y la bulliciosa locomotora, tosiendo y bufando, lanzaba humo en el cielo que despertaba. Los primeros canillitas voceaban ya sus
periódicos en la esquina de la avenida Abancay y nosotros acomodábamos nuestro equipaje en el pasillo de madera.
Siguieron horas y horas de macizos rocosos desfilando por mi ventanilla, mientras las ruedas chispeaban monótonamente sobre los sufridos rieles andinos. Mi padre, sentado en silencio y con la mirada ausente, encendía de tiempo en tiempo un cigarrillo. En el angosto vagón, los demás pasajeros hablaban en voz baja, como sobrecogidos ante la inmensidad salvaje de la cordillera. Trepamos todas las montañas de. mundo ese día. De tiempo en tiempo todo se oscurecía completamente: atravesábamos alguno de los sesenta puentes que hay en ese tramo. El aire adquiría un sabor pesado que me inundaba toda la cabeza. Mientras más subíamos, más cetrinas parecían las gentes, más calladas las cimas blancas y más me dolía el cráneo. En algún momento me llegaron las escuetas palabras de mi padre: Ticlio, el ferrocarril más alto del mundo. Miré hacia fuera y leí en un letrero: 4.818 msnm. Pero yo tenía frío y el vagón era oscuro y Eiffel me importaba un rábano. Sólo el cielo reinaba azul sobre Dios y todas las cosas.
Pasado el mediodía llegamos a La Oroya, uno de los más tristes poblados del Perú, cuya existencia se debe única y exclusivamente a los minerales que alberga en su vientre y que siempre atrajeron a los gringos de todas las calañas. Bajamos de nuestro tren y, saltando sobre charcas de agua helada, subimos a otro que nos llevaría desde aquí hasta Cerro de Pasco. Aquí, la faz de la tierra ya era otra. Durante horas recorrimos una inmensa pampa cubierta de ichu hasta que la noche, negrísima, cayó sobre el tren, sobre la pampa, sobre mi casaca y sobre mi padre que fumaba, otra vez, uno de sus cigarrillos "Inca especial" que me mandaba a comprarle en la bodega del chino Antonio.
De pronto, en medio de esa negrura aparecieron unas luces, pequeñas primero, que luego se convirtieron en débiles bombillas de alumbrado público, en titilantes lámparas de tiendas, en largos faros de coches. ¡ Señores, Cerro de Pasco! dijo alguien y, de golpe, como un burro, el tren se detuvo y supimos que habíamos llegado.
Cargando nuestros bultos seguimos por calles penumbrosas hasta encontrar un hotelito en el que volvimos a ver algunos rostros que nos acompañaban desde Lima. Doce horas subiendo al techo del mundo me habían hecho trizas y llenado de admiración por la fortaleza de mi padre que, aún aquí, seguía tan tranquilo con su camisa de algodón y sin pasar frío.
Hoy comerás ranas, decretó el fortachón y, pocos titubeos después, en un restaurante cercano, me preguntaba yo si era cierto que estos animalitos, humeantes en el plato, dan a veces patadas repentinas en su última agonía. Por si acaso, empujé las papas sancochadas hasta el borde del plato, no fuera a ser que alguna coz inesperada
me las tirara sobre el hule de la mesa, pero las ancas que recibí no hicieron ademán de moverse, ni siquiera cuando las pinché con el tenedor y, masticando con cuidado, comprobé que mi padre había exagerado.
Aquella noche dormí mal. El frío era tan intenso que me acosté vestido como estaba, con casaca y zapatos inclusive y, sin embargo, me tiritaban los dientes. Deseé que mi madre estuviese allí y me pusiese en la espalda la tabla de madera que solía calentar en la cocina cuando nos dolía el estómago. Mi padre, padre al fin, echó su manta sobre la mía, murmulló algo de limeñito pichiruchi, se encasquetó el sombrero y, acostándose vestido sobre su litera, se quedó dormido.

En algún momento terminó la noche eterna y el cielo serrano volvió a iluminar con su intenso azul cada piedra, cada rostro, cada palabra. Íbamos por una calle pedregosa cuando sentí la postrera agonía de la rana y, sujetando mi sombrerito para que no se ensuciara, me incliné contra una pared anónima, doblegado por alguna postrera coz, a vomitar las ancas y las doce horas de tren y la rabia de ser costeño y mi alma entera castigada en esas punas implacables. Él, como si nada hubiese pasado, me dio una palmadita en el hombro cuando hube terminado: Ven, hijo, vamos a desayunar. Y su gesto compadrezco fue para mí el mejor bálsamo.

Luego todo fue convalescencia. Los rostros que nos acompañaban desde Lima y que, como nosotros, seguían viaje hasta Huánuco y Tingo María, decidieron que lo mejor para mí era un té con limón, que tomé con ansias, mientras mi padre, fumando un "Inca especial" bajo su sombrero claro, leía un periódico pasqueño. Un sol enormemente brillante se colgó en medio del azul infinito y vi niños de mi edad, con cascos de boxeador sobre la cabeza y mejillas partidas por el frío, jugando fútbol en el barro, pateando la pelota con sus ojotas de llanta, ignorantes de mi envidia por sus pulmones increíbles.
A media mañana seguimos viaje. En una esquina del mercado, entre carretillas de verduras y papas, habíamos subido en la pequeña camioneta de color rojo. "El León de Huánuco" proclamaba ostentosamente un cartel fijado en su parte delantera y a los rostros conocidos desde la añorada estación de Desamparados se habían sumado los de una pareja con una niña de mi edad, más o menos.
Al poco tiempo de salir de la ciudad, apenas unos millones de kilómetros después, la camioneta comenzó su descenso vertiginoso por un tobogán de maravilla. La tierra amarillenta comenzó a teñirse de rojo, las imponentes moles que bordeaban la carretera se transformaron en ágiles y saltarines guijarros, el ichu seco y duro dejó paso, primero, a arbustos verdes y amables y, luego, a árboles robustos y frondosos, plenos de pajarillos invisibles.
En un pueblito lleno de campesinos endiablados me volvió el alma al cuerpo y mi
padre me compró una gaseosa y el sol me calentó por fin las manos y el chofer de la camioneta me invitó a sentarme detrás del volante y el cielo azul seguía azul y la niña me regaló una mirada y ya no me acordé de la tabla caliente de mi mamá. Miré la carretera que se adentraba cada vez más en el jardín amazónico de mi padre, sentí mi cuerpo llenarse de vida, vi a mi padre enjugarse una lágrima mientras entonaba una muliza desconocida y, encasquetándome el sombrero, comprendí que estábamos llegando al final de nuestro viaje.

 

(Publicado en "Històries de viatges", Premis Literaris Constantí 2003, Silva Editorial, Tarragona2003).

Flor de almendro
Flor de almendro

 

 

 EL ALMENDRO EN FLOR 

 

Aún vivo en la mañana

de memoria ya lejana

cuando, fresca y lozana,

hasta mí llegó tu voz.

 

Y un claro almendro en flor

fue testigo de mi amor.

 

Yo fui ciego hasta ese día,

pues mis ojos no sabían

que, en la noche oscurecida,

brillaría tal albor.

 

Y un sabio almendro en flor

fue testigo de mi amor.

 

En tus ojos color miel

navegó tierno bajel,

con los sueños bajo piel

de tu tímido amador.

 

Y un dormido almendro en flor

fue testigo de mi amor.

 

Una noche de verano

tomé yo tu dulce mano

y mi boca en gesto vano

la besó con tierno ardor.

 

Y un secreto almendro en flor

fue testigo de mi amor.

 

Hoy no estás y pienso en ti,

hoy te añoro ya sin fin

y en mi triste porvenir

miro yo con gran temor.

 

Y un doliente almendro en flor

es testigo de mi amor.

 

En el tiempo fui viajero,

de locuras pasajero,

ay, qué largo este enero,

ay, qué enero de dolor.

 

Sufres tú almendro en flor,

sufres tú también de amor?

 

Vive siempre inalcanzable

cual estrella memorable,

mas regálame, si cabe,

un instante de calor.

 

Dime tú almendro en flor:

¿por qué duele tanto amor?

 

Un instante en esta vida

para un alma perdida,

un adiós de despedida,

te lo pido por favor.

 

¿No eres tú, almendro en flor,

tan cautivo de su amor?

 

Y si alguna vez a mí

tu recuerdo ha de acudir,

piensa siempre que perdí

yo contigo lo mejor.

 

Y a tu sombra, almendro en flor,

yazgo ya, muerto de amor…

 

(Primer Premio de Poesía con “El almendro en flor”,

VI Certamen de Poesía, Alcobendas-Madrid, 2007, España).

http://www.mallorcazeitung.es/
Mallorca Zeitung

 

 

GEDICHT

Viele Jahre, viele Freunde,

viele Nächte sind gewesen...

und der Montag Montag bleibt

und der Sonntag Ruhe schenkt.

 

Viele Jahre ohne Kälte,

ohne Schnee und ohne Kerzen...

meine Spuren auf dem Sand

sind mein jetziger Gesang.

 

Viele Jahre sehne ich mich,

viele Jahre schon vergessen...

alte Adressen in mein Buch,

zu Weihnachten einen Gruss.

 

Auf Mallorca scheint die Sonne

und im Meer glänzen Wellen...

und doch wird wie weit daheim,

auch für mich das Kind da sein!...

 

 

(Primer Premio de Poesía, Diario Mallorca

 Zeitung, Diciembre de 2004)